Don Amado, nunca amado.

La sala de lectura de la biblioteca se convertía en una sabana de cabecitas blancas que cruzaban el umbral tan rápido como sus piernas octogenarias lo permitían, en cuanto las puertas se abrían a las 9 de la mañana. Don Amado, cuya mente aún mantenía la agudeza de tantos años examinando nuevos conductores en Barcelona, no entendía por qué el ritual de entrada no podía ser una secuencia ordenada de cedas y pases, en lugar de una estampida de viejecillos que, para asegurar su lugar predilecto de lectura, eran capaces de arriesgarse a una fractura de cadera

Quizás por eso, después de cinco años, no sentía el menor interés en indagar en la vida de esos incivilizados compañeros de lectura diaria, ni en compartir la suya. Además, Don Amado tenía una firme afición por el silencio. Siempre le había gustado; nunca hablaba con sus examinados más allá de dar los buenos días, impartir las instrucciones del examen y exponer, no explicar, las tres fallas que habían cometido, que, si eran graves, concluían con un escueto "no apto".

Desde niño, Don Amado había sido un firme creyente en la economía de las palabras y detestaba que lo dejaran con su abuela materna, quien insistía en contarle cuentos imaginarios. Él prefería jugar solo con la lupa que le había dado su padre, observando insectos en los campos de Sabadell, y que, ahora, setenta años después, con la vista al mínimo, utilizaba para leer el periódico y confirmarse a sí mismo que, tal como él lo predijo, España, y el mundo entero, se iban, lenta pero seguramente, a la mierda.

Desde su juventud, fiel a su modo disciplinado, Don Amado vestía al estilo de los funcionarios de los 60’s: traje estrecho, camisa blanca abotonada y corbata fina. Rasuraba sus varoniles facciones mediterráneas diariamente y se perfumaba con lociones francesas de vetiver. Después de todo, él era la imagen del primer contacto de muchos ciudadanos con la DGT y tenía que estar a la altura. Por su correcto aspecto, y quizás por la estabilidad que le brindaba su trabajo como examinador, no le faltaban pretendientas. Sin embargo, ninguna relación llegó a ser seria; todas le parecían amazonas listas para invadir su intimidad. De hecho, no podía evitar un sentimiento de orgullo enfermizo cuando caminaba por la Rambla y la gente murmuraba: "Mira, ahí va el Amado, nunca Amado".

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